“Botox” hace referencia al nombre comercial que se utiliza para denominar la toxina botulínica A. Esta partícula tiene un amplio recorrido a lo largo de nuestra historia. Empezó a utilizarse en los años 70, por el doctor Alan B. Scott, cuando descubrió que tenía fines terapéuticos en pacientes con estrabismos, espasmos y tics. En concreto con los pacientes de estrabismo pudo observar que además de mejorar la patología, también mejoraba las arrugas de la zona del entrecejo. De este modo fue como se iniciaron los estudios sobre los efectos del botox a nivel estético.

A partir de los años 80, empezó a utilizar con fines médico estéticos. Su uso se ha extendido a diferentes especialidades como la neurología para tratar problemas de hiperhidrosis (exceso de sudoración).

La toxina botulínica se introduce en el rostro mediante una infiltración, con agujas muy finas, en la zona que queremos tratar. Impide el movimiento de los músculos produciendo la relajación de los mismos de forma temporal, para evitar la contracción que producen las líneas de expresión y arrugas en el tercio superior del rostro. Obtenemos una mejora de la apariencia facial, disminuyendo las arrugas de la región periocular (patas de gallo), y también las del entrecejo y la frente. Nos sirve también para mejorar la caída de los párpados que se produce por el envejecimiento, abriendo la mirada.

 

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